A continuación encontraran un texto tomado de Internet, sobre el sistema político de Colombia elaborado por Fernan Gonzalez y Silvia Otero. por favor, para el día viernes en la clase leerlo y hacer un análisis critico de la actualidad política de Colombia, con fundamento en este artículo y los actos ilegítimos de algunos de nuestros gobernantes y/o representantes elegidos por el pueblo (FARC POLÍTICA, PARA POLÍTICA, CORRUPCIÓN, ETC.,)
realñizar el escrito en clase y entregarlo el mismo día... grados 1101 y 1102
Es ilegítimo el
sistema político colombiano?
La razón de ser del clientelismo y
otras prácticas de la clase política en el contexto colombiano
30 août 2006
El concepto de
gobernanza o “buen gobierno” ha sido normalmente asociado con la lucha contra
las prácticas corruptas de los políticos tradicionales mediante el impulso a la
transparencia en los asuntos públicos y la rendición de cuentas. Dentro de esta
concepción, se mira al clientelismo como un conjunto de prácticas políticas que
conspiran contra la gobernabilidad y la modernización de la administración
pública. El resultado de esa mirada negativa es la deslegitimación de la clase
política, que a veces se extiende a la actividad política en general para justificar
propuestas de la llamada “antipolítica”. La presente ficha discute las
sindicaciones de ilegitimidad del sistema político colombiano, mostrando que
suponen una comparación con modelos abstractos de democracia, sacados de
experiencias históricas distintas de la nuestra. Y contrasta ese tipo de
modelos con las características del sistema político colombiano, que enmarcan
las prácticas políticas descalificadas como clientelistas.
1. Ideas difundidas sobre la ilegitimidad del
sistema político colombiano En Colombia se viene
afirmando de forma generalizada que la clase política y el sistema de
representación carecen de legitimidad. Entre otras razones, esta idea difundida
se fundamenta en los altos índices de abstención electoral que superan el 50%,
las conocidas prácticas corruptas y clientelistas de los políticos, la crisis
de los partidos tradicionales y la ausencia de contenido programático entre los
movimientos y partidos que acceden a las instancias de representación. Si bien
todos estos “indicadores” contienen su parte de verdad, también es cierto que
el sistema de representación y las instituciones democráticas en Colombia gozan
de una amplia tradición y que el mandato de la clase política ha sido renovado
asiduamente en las urnas por más de 150 años de historia electoral casi
ininterrumpida. Este último factor, además de cuestionar la tan divulgada
“ilegitimidad” del sistema político, da pie para repensar los supuestos y las
pretensiones detrás del concepto de legitimidad.
Los principios
básicos de las democracias modernas sostienen que los gobiernos legítimamente
elegidos obtienen, por medio del consenso, el reconocimiento y la legitimidad
que les permite ejercer la dominación sobre el territorio y sus habitantes. Por
medio de la actividad electoral, las mayorías en la sociedad civil otorgan
poder y autoridad a los gobernantes, que adquieren así legitimidad para
gobernar. En esta óptica, un régimen político legítimo debe ser democrático1 y apoyado por
el consenso de la mayoría de la población: este apoyo es otorgado a los
gobernantes por la adhesión libre de los individuos a los programas y proyectos
que abanderan los primeros. Por último, la legitimidad del sistema político es
una condición necesaria e imprescindible para que una sociedad sea gobernable;
de otra forma, las autoridades no cuentan con el poder suficiente para hacer
cumplir las leyes y los mandatos en el territorio. Generalmente, al estudiar el proceso político
colombiano a la luz de esos principios básicos de las democracias occidentales,
se concluye que nuestras instituciones sufren toda suerte de anomalías e
irregularidades. Sin embargo, el juicio anterior desconoce que los principios
ideales de la democracia se derivan de un tipo particular de Estado, que es a
su vez resultado de unos procesos específicos de integración y articulación de
poblaciones y territorios. Por ese desconocimiento, muchas de las supuestas
anomalías parten de una concepción de la política, que se la imagina como la
construcción colectiva de un consenso, basado en la discusión libre de
individuos racionales, bastante bien informados de los asuntos públicos, por
encima de intereses individuales y particulares, sin lazos previos de
solidaridad ni prejuicios ideológicos y religiosos, que condicionen sus
opiniones. Por eso, vale entonces la pena comparar brevemente las
características de la sociedad y el Estado colombianos con las sociedades y los
Estados en abstracto.
En primer término, se
dice que la clase política carece de legitimidad porque sus representantes no
son elegidos por la adhesión libre a los programas que encarnan sino por las
redes clientelistas que han construido. Esta crítica se refiere no tanto a la
“ilegitimidad” del régimen sino al vínculo político concreto que existe entre
los líderes nacionales, los líderes locales y regionales y sus bases sociales.
De hecho, la afiliación política no suele ser impersonal y desinteresada, pues
los sujetos se encuentran integrados en una serie de redes familiares y locales
incluso más fuertes que las que los atan a la comunidad política del Estado
nación. Así, figuras prestantes en lo local y regional suelen volverse los
jefes políticos, y por consiguiente las relaciones de lealtad y reciprocidad
pesan más en la afiliación a uno u otro partido, que la concordancia racional y
desinteresada con una plataforma política. Además, desde los años tempranos de
la República, la clase política perteneciente a los dos partidos tradicionales -
liberal y conservador- ha desempeñado el rol de integrar territorios y grupos
sociales a la nación. A través del ejercicio de la política, de las guerras
civiles y del sectarismo, los partidos ayudaron a articular una nación allí
donde estaban todavía ausentes las condiciones estructurales que le habían
servido de base en las naciones centrales: no existía aún mercado nacional, ni
vías de comunicación suficientes, ni abundancia de capital. En otras palabras,
en muchas regiones del país y durante mucho tiempo, la afiliación a uno u otro
partido, o a uno u otro jefe político ha provisto de mecanismos de
identificación colectiva a los individuos con la vida política nacional,
vinculándolos de alguna manera a la nación.
En segundo término,
se dice que el régimen político colombiano es “ilegítimo” porque, a pesar del
apoyo obtenido en las urnas, los dirigentes se ven en amplías dificultades para
regular las relaciones sociales en la totalidad del territorio. No obstante, el
hecho de que el estado no detente el monopolio de la violencia o de la
administración de justicia, no debería ser síntoma de su inviabilidad o
ilegitimidad. Una mirada más detallada al caso colombiano da cuenta que el
Estado no tiene la misma presencia ni el mismo poder en la totalidad del
territorio. Como se ha expuesto en una ficha precedente 3, siempre han
existido territorios por fuera del control del gobierno central, donde la
autoridad ha sido alcanzada o disputada por otros actores sociales, tales como
las guerrillas o los grupos paramilitares. En la misma línea, también han
existido otras regiones donde la dominación se ha ejercido a través de
intermediarios, muchas veces por la vía del clientelismo. Por último, las
regiones más integradas y articuladas, como es el caso de las grandes ciudades
y la zona andina, gozan de bajos niveles de violencia y altos índices de
gobernabilidad. En conclusión, si el Estado es ilegítimo por no hacer cumplir las
leyes y los mandatos en todo el territorio, habría que recordar entonces que
ese carácter del Estado se construye de forma gradual y conflictiva durante la
articulación de regiones y sectores sociales.
Por último, es común
oír que el sistema político es ilegítimo porque los colombianos no confían en
sus representantes ni en muchas de sus instituciones democráticas, a pesar de
haberlas elegido popularmente. En últimas, este indicador de legitimidad es
construido con base en las percepciones que la gente se hace: gran parte de la
opinión pública considera que sus representantes e instituciones son ilegítimos
por cuenta del clientelismo y la corrupción. Normalmente, este tipo de
opiniones se origina en sectores urbanos de las clases medias y altas, con cierto
nivel de educación y buenos ingresos, que tiene un acceso fácil a los servicios
de salud, educación e infraestructura. Y se refleja en un discurso antipolítico
de los medios masivos de comunicación, que muestra un cierto rechazo a la
actividad política tradicional, especialmente de los llamados políticos
“emergentes” que vienen desplazando a los políticos del “notablato”
tradicional, cuyas carreras indican el alto grado de movilidad social producida
en los años recientes. En contra de estas percepciones, habría que preguntarse
entonces, si para los sectores deprimidos \’beneficiados\’ por el intercambio
de servicios de las relaciones clientelistas, sus jefes y sus instituciones son
igualmente “ilegítimos”. Si esto fuera así, los políticos de las regiones no
renovarían sus curules y gobiernos en las elecciones de cada 2, 3 o 4 años.
Los tres aspectos
mencionados anteriormente obligan a mirar la forma como se fue configurando el
sistema político que tenemos hoy en Colombia. Para ello es necesario recordar
cómo se fue consolidando el bipartidismo y la manera cómo la clase política fue
afianzando su vínculo con sus bases sociales. De esto nos ocuparemos en el
siguiente apartado.
2. Bipartidismo, afiliaciones políticas y
clientelismo Durante gran parte de la historia
de la democracia colombiana, los partidos tradicionales - liberal y
conservador- han sido los principales protagonistas de la contienda política.
Desde los inicios de la República, los partidos se fueron organizando como
confederaciones de redes de poder, que articulaban las elites y las burocracias
locales y regionales con el aparato y las instituciones del Estado Nación. Esa
relación entre instituciones estatales y confederaciones de redes de poder
condujo a un régimen político de carácter dual, caracterizado por la
superposición de instituciones políticas inspiradas en las experiencias de los
Estados consolidados de otras latitudes sobre formas de poder basadas en las
jerarquías sociales previamente existentes. Esta superposición oculta lógicas
contradictorias: las instituciones de los Estados consolidados contraponen a
individuos libres y racionales a instituciones impersonales, gobernadas de
acuerdo a normas objetivas previamente establecidas, mientras que las formas de
poder de nuestras regiones y localidades están caracterizadas por las
relaciones de lealtad y subordinación entre clientes y patrones, que se
originan a veces en el sistema colonial de jerarquización por castas. Esa dualidad de lógicas hace que
François-Xavier Guerra defienda la necesidad de la mediación política del
gamonal o cacique electoral 4 para la
implantación de instituciones modernas en sociedades tradicionales 5. En un sentido
similar, Fernando Escalante sostiene que no hay tanta incompatibilidad entre
formas clientelistas y ciudadanas de actividad política como se supone. Para
él, el problema reside, en el caso mexicano, en la profunda contradicción
existente entre el proyecto explícito de las clases dominantes (creación de
ciudadanía y nación modernas) y su proyecto implícito, que obedecía a la
necesidad de mantener su control clientelista sobre las masas populares, que
era la base social de su poder. Por otra
parte, hay que tener en cuenta que estas formas de poder estaban lejos de ser
estáticas: las estructuras de poder existentes en el orden nacional, regional y
local eran esencialmente cambiantes y conflictivas debido a la competencia de
los grupos oligárquicos entre sí y la lucha interna dentro de ellos: esos
grupos se enfrentaban por el control de los poderes locales y regionales y
representaban intereses regionales contrapuestos, o distintos proyectos
nacionales. Normalmente, esos grupos buscaban aliarse con grupos afines de
otras regiones y alinearse con los poderes políticos que se estaban formando en
el centro. De este proceso resulta la adscripción de grupos y redes a uno u
otro partido político de carácter nacional. A su vez, los proyectos contrapuestos
de unificación nacional elaborados desde el centro, buscaban proyectarse a las
regiones para conseguir respaldo para alcanzar el poder en el orden nacional. De
ahí que la adscripción a los partidos, más que expresar una afinidad ideológica
a un programa abstracto, da cuenta de la forma como conflictos de todo tipo
encontraron canales de expresión. Ese proceso de articulación de niveles
políticos y de construcción de identidades partidistas se vio reforzado por las
ocho guerras civiles que tuvieron lugar en el siglo XIX colombiano. La
participación de amplios sectores de población en ellas afianzó los lazos de
patronazgo y lealtad con sus gamonales y caciques: “cuando terminó la última de
las guerras, había muy pocas personas o localidades que todavía abrigasen dudas
sobre sus lealtades”. La expandida socialización partidista de las masas hizo
que la clase política se estableciera como la intermediaria en la relación
entre los individuos y la nación. A través de ella, los adscritos a las
colectividades crearon un sentimiento de pertenencia a un grupo político que
trascendía su espacio local, y que los remitía, de una u otra forma, a la vida
política nacional. En ese sentido, las identidades clientelistas a los partidos
tradicionales representaban una especie de inclusión trunca y subordinada de
los grupos subalternos a la vida política.
Las diferencias
partidistas se radicalizaron en el siglo XX. Durante las décadas de los treinta
y los cuarenta, la controversia en torno a los intentos modernizantes de la
república liberal creó un intenso clima de polarización que llevó a la
renovación del enfrentamiento entre liberales y conservadores. Con el asesinato
del candidato liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948, el conflicto se agudizó aún
más y adquirió enormes proporciones: se estima que más de 200.000 personas
murieron en este periodo conocido como La Violencia. Ante tal panorama, los
líderes de los partidos tomaron medidas conducentes a la pacificación del país:
tras un corto gobierno militar del General Gustavo Rojas Pinilla, acordaron en
1958 turnarse en el poder durante cuatro periodos presidenciales, es decir, 16
años. Además, el pacto conocido como el Frente Nacional contemplaba que los
partidos liberal y conservador compartirían en proporciones iguales las
burocracias y los cuerpos de representación. El Frente Nacional sirvió para
apaciguar los sectarismos y disminuir el conflicto bipartidista pero a costa del
debilitamiento de las afiliaciones políticas a los partidos. Según algunos
autores, el apaciguamiento del sectarismo bipartidista durante el Frente
Nacional y en los años siguientes, produjo una agudización de la lucha entre
las facciones de los partidos, al lado de una generalización y un refinamiento
de las prácticas clientelistas de los partidos que buscaban conservar la
afiliación política de las redes locales y regionales9. La dinámica del
gobierno compartido entre conservadores y liberales fortaleció la capacidad
mediadora de sus líderes porque los representantes de los partidos eran los
únicos que podían acceder a los cargos de la burocracia y a los recursos del
Estado. Esto hizo que ellos acumularan y asentaran su poder gracias a la
administración y distribución de tales recursos. El jefe político de Santander,
Tiberio Villareal se refiere a la diferencia entre antes y después del Frente
Nacional de la siguiente forma: “en aquella época la gente no necesitaba de
promesas ni ofrecimientos, no había que entregarles obras ni darles almuerzo.
Al contrario, los líderes de las veredas lograban que sus vecinos aportaran
dineros y con eso se preparaban las jornadas electorales y ellos mismos se
encargaban de casi todo” 10. A diferencia de
esto, durante el Frente Nacional es gracias a la distribución de puestos, la
repartición de favores y la prestación de servicios, que los políticos obtienen
votos y respaldo para legitimar su acceso al poder.
Este estilo de
actividad política ilustra la naturaleza del sistema del clientelismo como la
relación asimétrica e instrumental entre un patrón que otorga favores
burocráticos y protección a sus clientes que corresponden con lealtad política
y otros servicios. El clientelismo se erige así como un sistema de seguridad
social limitado y desigual que beneficia a quienes están dentro de la
clientela. Por lo mismo, esta forma de “administrar” los recursos del Estado a
la vez que incluye a ciertas redes, excluye y marginaliza a otras tantas que o
no son de la misma clientela, o no están articulados en absoluto a la lógica
clientelista. El sistema del clientelismo amplía la presencia de las
instituciones del Estado a regiones deprimidas a través de intermediarios 11 y convierte a
la clase política en la mediadora entre la administración pública local y
nacional, lo mismo que entre las regiones y el Estado central. Por medio de
ella, los individuos se relacionan con el gobierno y acceden a los servicios
del estado y a un desarrollo así sea de carácter precario.
3. Modernización selectiva del Estado y
deslegitimación de la clase política Obviamente, la
importancia de este tipo de intermediación crece con la importancia del reparto
de la burocracia y de los recursos fiscales del Estado central, lo que lleva a
tensiones internas. Las necesidades de racionalización del gasto y de
modernización del aparato burocrático llevaron a la denominada “modernización
selectiva del Estado”, que se concentró en las agencias del Estado dedicadas al
manejo macroeconómico como el Departamento de Planeación Nacional, el
Ministerio de Hacienda y algunas empresas descentralizadas del Estado. Además,
las reformas buscaban despojar de toda injerencia en el manejo del gasto
público a la clase política tradicional. Al margen de estas agencias
modernizantes, de corte burocrático, el Ministerio de Gobierno, otros
ministerios y otras entidades quedaban encargadas de negociar el reparto del
botín burocrático con las facciones de poderes regionales y locales, adscritas
a las federaciones de los dos partidos tradicionales El resultado de estas
reformas selectivas fue la creciente deslegitimación de la clase política
tradicional a los ojos de la mayoría de la opinión pública, que tendía a ver a
los políticos profesionales encerrados en su propia lógica burocrática y
clientelista, al quedar despojados de la capacidad para negociar en favor de
las necesidades de las regiones que habían refrendado su poder en las
elecciones. Además, a cambio de la pérdida de la iniciativa en lo referente al
gasto público, se les otorgaron a los congresistas, como compensación, los
“auxilios parlamentarios” para distribuir entre sus feudos electorales. Estos
auxilios contribuían a la virtual perpetuación de los congresistas en sus
puestos, ya que los parlamentarios en ejercicio quedaban en ventaja sobre los
políticos emergentes que pretendían desplazarlos.
Todo esto aumentó la
deslegitimación de las prácticas clientelistas, definidas como la “apropiación
privada de recursos oficiales con fines políticos” 14. En dicha lógica los
políticos profesionales ejecutaban todo tipo de prácticas para mantener la
fidelidad electoral, como la realización de obras, escuelas, carreteras y
puestos de salud que frecuentemente llevan su nombre; la creación de cargos
adicionales para sus clientes en las burocracias locales o departamentales; la
compra de votos a cambio de ladrillos, tejas, mangueras, almuerzos y otros
productos; o la asignación de becas y cupos en el sistema de seguridad social.
Como es conocido, los recursos bajo estas modalidades se asignan de forma
antitécnica y asimétrica, contradiciendo los pareceres de los técnicos, que
sostienen que una planeación y ejecución más racional de los mismos produciría
mayor bienestar y desarrollo. Por su parte, los políticos tradicionales se
quejan, a veces con razón, de que las reformas modernizantes pensadas por los
tecnócratas de la burocracia central no tienen suficientemente en cuenta los
intereses y las particularidades de las regiones que representan. Y que la
lógica clientelista responde, a veces, mucho mejor a esas particularidades.
Esta contraposición
de lógicas y la consiguiente deslegitimación de las prácticas clientelistas no
debe hacernos olvidar que la pertenencia a las redes clientelistas y
beneficiarse de sus prácticas es “el único acto de participación política
formal dentro del sistema que tienen oportunidad de experimentar un gran número
de comunidades colombianas cada dos o cuatro años” 15. Y a veces, la única
manera de acceder a los servicios de las entidades estatales. Además, conviene tener en cuenta el papel que
este tipo de políticas ha jugado en el proceso gradual de articulación de
regiones y poblaciones subalternas en la vida política de la nación. La
historia de los procesos de construcción del Estado nos recuerda que el
clientelismo se presenta como una primera ruptura de los regímenes
oligárquicos, que se presenta cuando el gobierno de los notables locales y
regionales se ve obligado, por la expansión de la participación electoral, a
buscar apoyo popular que legitime su poder . Esa relación electoral se
transforma cuando el aumento de los recursos fiscales del Estado central
convierte a los jefes políticos locales y regionales en los intermediarios
privilegiados de sus clientes y regiones frente a las instituciones
estatales 17: su poder social y
económico, de carácter local y regional, sirve de base para negociar con los
partidos del orden nacional, a los que ofrece apoyo electoral a cambio de
acceso a las ventajas del poder central. Y la conservación de su influjo local
y regional los obliga a otorgar y buscar beneficios para conservar la lealtad
de sus clientelas, so pena de ser desplazados por otros grupos oligárquicos en
ascenso. Esta competencia inter e intraoligárquica hace que el modelo sea más
dinámico de lo que la estructura estática de la sociedad tradicional permitiría
suponer. Por otra parte, el sistema permanece abierto al ascenso de nuevos
grupos emergentes de poder, como se ha visto recientemente en el ascenso de los
poderes locales asociados a los grupos paramilitares, que han desplazado a
veces a las elites locales tradicionales o, en otras ocasiones, han obligado a
otras a pactar con ellas.
4. El papel político del clientelismo Por eso, el recorrido histórico que hemos
hecho por las raíces históricas del clientelismo y el desarrollo de la
actividad de los políticos tradicionales a lo largo de casi dos siglos de
historia, nos obliga a matizar bastante las afirmaciones que descalifican de
entrada a la clase política tradicional. Y entender las razones históricas que
han conducido a la descalificación de las prácticas clientelistas de la clase
política tradicional y tomar conciencia de las concepciones políticas que se
ocultan tras esa descalificación. Por otra parte, también nos permite
comprender el contexto histórico y social que explica la aceptación de este
tipo de prácticas por amplios sectores de la población, para los que funciona
como un sistema deformado de seguridad social y el único mecanismo que les
permite acceder a los servicios del Estado. En ese sentido, esas prácticas
representan un sistema trunco y subordinado de inserción de los grupos subalternos
a la vida política y social de la nación, que les otorga cierto grado de
legitimidad. El estilo de presencia diferenciada de las instituciones estatales
conlleva, consiguientemente, unos grados de ciudadanía diferenciada: la
relación clientelista se presentaría en las regiones y localidades donde la
presencia de las instituciones estatales está mediada por los poderes locales y
regionales, de corte gamonalista.
Estos planteamientos
permiten afirmar que en el panorama político colombiano conviven distintas
formas de legitimidad; o en otras palabras, que la legitimidad de los
representantes e instituciones se adquiere por mecanismos diferentes. Tales
mecanismos pueden ser los legales-racionales de la tecnocracia, el voto de
opinión y las plataformas políticas; o también los mecanismos de las relaciones
de lealtad y clientela. Podríamos decir entonces que la “legitimidad” de un
régimen corresponde más a las particularidades del vínculo político entre
representantes y representados, que a la comparación entre modelos reales y
modelos abstractos de democracia. En consonancia con lo dicho, los diversos
tipos de legitimidad reflejan también la coexistencia de formas disímiles de
gobernanza y de ciudadanía: esto otorgaría algún grado de legitimidad a las prácticas
clientelistas en las regiones y localidades donde los partidos políticos y la
clase política profesional han disputado al estado el control de lo político y
se han desempeñado como los intermediarios del poder central y los proveedores
de servicios y recursos en las regiones y localidades. Este acercamiento más complejo a los temas
del clientelismo y de la legitimidad de la clase política tradicional deja
planteada una serie de interrogantes: ¿Hasta qué punto el sistema clientelista
de la clase política tradicional permite cierto grado de expresión de las
necesidades e intereses de los grupos subalternos que los apoyan? ¿Hasta qué
punto es reformable y democratizable ese sistema, de manera que se pudiera
considerar como un paso gradual hacia la construcción de ciudadanía? ¿Hasta qué
punto las críticas a los políticos clientelistas ocultan el rechazo elitista al
ascenso social de los “tenientes” o “segundones”, que han venido desplazando a
los notables locales y regionales del poder, gracias a la necesidad de la
profesionalización de la actividad política, que necesita ahora políticos de
tiempo completo, que vivan de esa actividad? ¿Hasta qué punto las críticas a
las prácticas corruptas de algunos políticos tradicionales han ido conduciendo
al desprestigio de toda transacción política y de toda gestión a favor de las
regiones y localidades a las cuales representan? Y, finalmente, ¿hasta qué
punto estas críticas, a veces bastante justificadas por los abusos presentados,
terminan por desprestigiar la actividad política en general y producir la total
despolitización de la sociedad?
Los anteriores
interrogantes conllevan a pensar que las nociones difundidas de gobernanza o
gobernabilidad, al concebir el clientelismo como un “atentado” contra la
democracia y la legitimidad del régimen, en definitiva no ayudan a entender por
qué dichas prácticas tienen relevancia y se han mantenido vigentes a lo largo
del tiempo; ni permiten dilucidar por qué razón en el contexto político
colombiano han podido convivir formas clientelistas y ciudadanas de actividad
política. En últimas, esta ficha apuesta porque se deben construir nuevas
perspectivas teóricas para conceptos como legitimidad y gobernanza, con el fin
de lograr una comprensión menos anómala o anormal de nuestra historia política.
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